La actividad económica y comercial en los minerales de Uncía y Llallagua, desde sus inicios hasta el auge del estaño, tuvo un impacto significativo en la economía nacional e internacional, lo que desencadenó una fiebre minera en la región.
El taller del historiador
Con esta entrega iniciamos una tarea propia del taller del historiador, en la que nos ocuparemos de analizar los inicios de la actividad económica y comercial en los minerales de Uncía y Llallagua, que empezaron su auge con la explotación del estaño que provocó una fiebre minera que atrajo la atención de mineros, profesionales, técnicos, comerciantes y gremiales. Se ha consultado a los tratadistas del tema minero, pero, en lo esencial, hemos documentado los aspectos novedosos, en todos sus detalles, de esta época temprana con fuentes consultadas en el Archivo y Bibliotecas Nacionales de Bolivia (ABNB).
Las referencias documentales y bibliográficas están descritas en nuestra obra Uncía y Llallagua, empresa minera capitalista y estrategias de apropiación real del espacio (1900-1930), publicada en 2007.
La historia del poblamiento de Uncía y Llallagua es tan apasionante como la del descubrimiento de la riqueza de la célebre veta de La Salvadora, de escasas cuatro hectáreas, que cambió la historia de la minería nacional y de la economía mundial. Su historia abarca trescientos años, desde la malhadada aventura de Juan del Valle, a fines del siglo XVI, hasta la era del imperio de estaño de Patiño.
Juan del Valle y los mineros pioneros
El primero en llegar a estas regiones fue el soldado español Juan del Valle, de las avanzadas de Ñuflo de Chávez, cuya hazaña fue recogida por la memoria colectiva que ha tejido en torno a su legendaria figura una impresionante historia llena de paradojas y frustraciones. Juan del Valle habría llegado a la cordillera del Espíritu Santo, entre 1557 y 1564, cuando ubicó el cerro que los campesinos llamaban Intijaljata y le rebautizó con el nombre de Espíritu Santo. Fue el primero en trabajar la montaña colorada en busca de plata. En su fuero interno pretendía descubrir otro Potosí. Sin saberlo, descubrió otra montaña fabulosa, que precisamente vendría en reemplazo del Potosí.
Luego de la retirada de Juan del Valle del mineral de Uncía, llegaron otros mineros y cateadores a sus inmediaciones, entre ellos el rico minero y comerciante Antonio López de Quiroga, quien hizo negocios en varias minas de las proximidades de Uncía, como Titiri (Chayanta), en 1661, Ocurí (Chayanta), en sociedad con el Capitán Manuel de Navaja, como arrendatarios de la mina real en la veta Benditas Animas del Purgatorio, otra denominada San Juan Bautista, entre 1677 y 1678, aunque sobre esta última se dice que fue “disfrutada de manera ilícita”, como consta en los legajos del ABNB. En 1679 consolidó sus propiedades en Ocurí, donde estableció un ingenio, teniendo como administrador a Antonio Lagañez.
Antonio López de Quiroga murió en enero de 1699, quien por entonces “no ha tenido segundo en riqueza” (según afirmación de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela), dejando varios herederos para el goce de su fortuna. Esos herederos enfrentaron un juicio seguido por los de Don Pedro de Yebra y Pimentel, “sobre ciertos bienes entre los cuales se cuentan un ingenio en la ribera de Potosí y otro en la provincia de Chayanta”. Pedro de Yebra y Pimentel ganó el juicio, pero a su muerte, acaecida por 1722, su ingenio en la ribera de Potosí, fue a parar a manos de sus múltiples acreedores.
En 1684, se ha documentado que el capitán Diego Sánchez Morató era aviador del capitán Francisco Peláez de Zorrilla, minero que explotaba “los ingenios de La Exaltación de la Cruz, en la quebrada de Chijomochijmo (Ocurí) y otro en Orcopata”.
Los administradores coloniales
Los cargos relacionados con la administración de las minas eran muy codiciados a principios del siglo XVIII, cuando las minas entraron en boya. En esa época compitieron por el título de Teniente de los Asientos de Minas.
El primero fue el capitán Don Juan de Salduendo, quien controlaba “las minas de San Salvador de Ocurí, Maragua, Chipa y sus riberas, los valles de Yurimata, Marcoma y Tomoyo, y el pueblo de Mororomo, en la provincia de Chayanta”. Por su parte, Miguel de Maturana fue teniente “de los Asientos Mineros de Malcocota, Viscachani, Orcopata, Uncía y sus riberas, y los pueblos de Espíritu Santo de Chayanta, Santiago de Aymaya, San Cristóbal de Panacachi, San Luis de Sacaca, San Juan de Acasio, San Pedro de Buena Vista, San Francisco de Micani, Santiago de Moscarí, San Andrés de Parica, San Marcos de Miraflores, San Pedro de Uro y Carasi, Huaycoma y Pitantora”.
En esa misma época se nombró al doctor Gregorio Núñez de Rojas Justicia Mayor, Alcalde Mayor y Regidor de Minas, como corregidor de la provincia de Chayanta. En 1720, encontramos a Antonio Plaza, quien solicitó al Rey “se le confirme el título de Teniente de Corregidor en los asientos de minas de Amayapampa, Uncía y Orcopata, provincia de Chayanta”.
El minero Miguel de Burruega
Entre los propietarios de minas, el indio Juan Francisco Siñani y Solís era “dueño de minas y trapiche en Ocurí”, que en 1707 frisaba los 50 años de edad, siendo este uno de los pocos datos documentados de indios propietarios de minas en la región.
Uno de los propietarios más importantes de la región fue Domingo de Burruega, quien, asociado con Felipe Pérez de Salazar, “fundidores de estaño en la provincia de Chayanta”, pidió, en 1715, los derechos de explotación de “un monte de leña para carbón de fundición que está en términos del pueblo de Sacaca en dicha provincia”. Tuvo como descendencia tres hijas naturales, Manuela, Juana y Bárbara, y un hijo, Miguel, que continuó la obra de su padre.
En 1720, se presentó Juana María del Carpio, minera y empresaria, mujer de notables condiciones, quien tuvo la osadía de reclamar para sí los derechos de la mina de Uncía, en contra de Miguel de Burruega. Esa mina era “nombrada ‘Juan del Valle’, ‘La Salteada’ o ‘San Nicolás’, (ubicada en el) cerro de Uncía, provincia de Chayanta, de la cual pretende ser la primera descubridora y el segundo que le pertenece desde el tiempo de sus abuelos que la descubrieron y trabajaron…”.
Burruega citó a sus antepasados para fundamentar sus derechos de propiedad y recordar su prosapia minera, pues su familia había detentado y explotado propiedades mineras por tres generaciones en la región. Burruega era minero de tercera generación en el asiento de Huanuni. En ese pleito —que nos recuerda mucho al que luego sostendrá Simón I. Patiño con Sergio Oporto— fue dirimido por el corregidor de la Villa de Oruro, Don Blas de Zevilla Suazo, autoridad que dictó auto contra Juana María del Carpio, quien por entonces era vecina residente en Uncía.
Miguel de Burruega era experto en litigios mineros. Registró su solicitud en 1719, en Oruro, “por estar dentro de las 20 leguas de jurisdicción”, formalizándolo posteriormente ante el general Antonio de Duarte, Justicia Mayor de la Provincia Chayanta, y refrendado por el general Francisco de Orellana, Alcalde Mayor de Minas y Registros de Chayanta. Ciertamente tenía a su favor el “haber sido registrado por su abuelo, Cristóbal de Burruega, quien nombró a su petición Mina San Nicolás y nombró mina de Su Magestad, según tuvo noticia y abrá tiempo de treinta años y sucesiva a la de Su Magestad pidió la otra mina y estancia de sesenta varas, conforme a Real Orden”.
Una vez posesionado, Burruega pidió otra concesión, una mina llamada Espíritu Santo, ubicada en el mismo cerro de Uncía, el mismo que descubriera Juan del Valle, “estando dicho mineral yermo y despoblado”. Lo registró, como era ya costumbre en él, en la jurisdicción de Oruro, “por estar a diez y seis leguas poco más, de la jurisdicción de Oruro, en cuanto a minas”. Sin embargo, un trágico acontecimiento obligó a Burruega a retirarse de manera precipitada “a Guanuni para atender la contingencia de una epidemia que mató toda la gente” de su mina.
Minero activo y temerario, continuó explorando nuevos yacimientos. Su padre, minero como él, era dueño de una propiedad minera denominada La Perdida, con metales de plata, que fue pedida por Miguel de Burruega el 8 de junio de 1720, una vez superada la epidemia de la mina de Huanuni. En esa época, Burruega tropezó con serios inconvenientes, pues como muchos otros propietarios sufrió las consecuencias de la crisis minera, que puso a mineros y azogueros al borde de la quiebra, a causa de la institución del k’ajcheo o robo permitido de minerales, como forma de salario complementario. Desesperados, mineros y azogueros, optaron por medidas de presión contra las autoridades, soltando el agua a sus labores, y “cesando el trabajo en ellas, alegando no mantendrán los desagües, ni continuarán con la labranza, en tanto no se ponga remedio al robo de metales que experimentan por parte de los rescatadores y dueños de trapiches permitido contra derecho en perjuicio de la Real Hacienda y de dichos mineros y azogueros…”. Esa, sin duda, fue la primera huelga (tipo lock out) en la región, en época tan temprana como el siglo XVIII, lo que constituye un verdadero hallazgo historiográfico, como consta en los legajos del ABNB.
Como se puede ver, según Enrique Tandeter, el k’ajcheo no solamente era un problema de Potosí, sino más bien uno de carácter estructural para la minería colonial de fines del siglo XVIII, que provocó el llamado “ruido” o revuelta de 1751, en el contexto de la confrontación de mineros y azogueros contra los dueños de trapiches, al extremo de pretender la destrucción de esos beneficios clandestinos.
En 1731 y 1738, Burruega hizo pésimas inversiones, hasta que finalmente quedó debiéndole fuertes sumas a Don Marcelo González de Castro, cuando ya había consolidado sus minas de estaño en Huanuni y de plata en Uncía y Amayapampa. Miguel de Burruega también invirtió en propiedades agrícolas, como se observa en 1732, cuando otorgó poder suficiente y autorización marital a su esposa Manuela Gonzales “para que compre las tierras de Diego Huiari, indio y cacique principal del pueblo de San Pedro de Buena Vista, del ayllo Auquimarca”.
A su muerte, González de Castro obtuvo el embargo de bienes muebles e inmuebles de Burruega, entre los que la autoridad incluyó “la fundición de Guanuni, con sus casas de vivienda y rancheríos de indios, minas de estaca de metales de estaño de sesenta varas y 30 varas que tiene en otro cerro de la veta de San Miguel, en la estaca La Descubridora”.
Es evidente que la región estaba poblada ya desde inicios del siglo XVIII, confrontando una serie de problemas a causa de que “muchos asientos de minas donde concurren muchos géneros de gentes quienes cometen muchos delitos los cuales se quedan de ordinario sin castigo por hauer inmediatamente juezes que conoscan de sus causas”.
Otro minero, del que se tiene noticia que trabajó en la región, es Felipe de Soto Marmudejo, “dueño de minas y descubridor de vetas en Chayanta, donde pide un socavón en Yaco”, entre 1676 y 1678. Las minas de Uncía también fueron explotadas por Don Juan B. Ormachea, quien aparece como dueño de las minas de plata de Aullagas y Uncía, entre 1731 y 1804.
Creación de las poblaciones mineras
Alegóricamente podemos afirmar que los Plaza, Burruega, Gonzales, del Carpio, y Soto Marmudejo, a la par de impulsar sus trabajos mineros, fueron quienes dieron lugar a la creación de los asientos mineros y, por ello, formaron parte de un grupo de intrépidos pioneros a quienes “la necesidad obliga a detenerse. Ha llegado el momento de fundar una ciudad. Es el primer eslabón para armar sobre él los demás e ir poblando por ellos toda esta tierra”, como afirma Francisco Domínguez Company, en su obra La vida en las pequeñas ciudades y villas de la conquista.
Por esa época, Uncía tenía una fisonomía de un “un pueblo tumultuariamente levantado por la codicia al pie de la riqueza que descubrió una casualidad…”, como la calificó el gobernador de la Villa Imperial de Potosí, Don Pino Manrique, en 1790, citado por Freddy Arancibia.
Sin embargo, Pedro Vicente Cañete y Domínguez, en su Guía Histórica, Geográfica, Física, Política, Civil y Legal del Gobierno e Intendencia de la Provincia de Potosí (1787), publicada por la Sociedad Geográfica y de Historia de Potosí, en 1952, ignora la existencia de Uncía, clasificando a los pueblos de la región en “mineros” Aullagas, Aymaya, Amayapampa, Malcocota, Oocurí y Capacirca y “de valle”, San Pedro de Buena Vista, Moscarí, Pitantora, Guaycoma, Carasi, San Marcos, Quinamara, Zucuzuma, Micani y Acacio.
Por: Luis Oporto Ordóñez
Fuente: AEP
Vía: ATB