Ramiro Sirpa (44) nació en la ciudad de La Paz, pero desde niño se crio en un pueblito llamado Unutuluni, del municipio de Tipuani de la provincia Larecaja. Se encuentra a poco más de 100 kilómetros de la ciudad de La Paz, pero para llegar hasta allí se tienen que recorrer más de 285 kilómetros de ruta. El lugar es un centro minero dedicado a la extracción de oro y es al que llegan los protagonistas del filme Mina Alaska (1968), de Jorge Ruiz, buscando trabajo.
Con el mismo objetivo es que los padres de Ramiro se instalaron allí junto a sus siete hijos tratando de mejorar las dificultades económicas que tenían. El sueño de los que viven allí está vinculado con encontrar el valioso mineral y lograr riqueza; para Ramiro, en cambio, su sueño era convertirse en artista y con la paciencia y la constancia de los mineros lo ha conseguido. Su trabajo, que para algunos tiene solo el valor de una copia, para él vale más que el oro por la pasión que pone en cada uno de ellos.
El artista autodidacta, se ha especializado en recrear a detalle personajes de ficción en esculturas realistas que adornan edificios de El Alto, plazas de varias poblaciones y eventos dedicados al mundo de la historieta. Sus trabajos han pasado de ser una curiosidad a llamar la atención, por su calidad e ingenio, de medios de comunicación del exterior del país, como CNN, Telemundo y de países de Europa y Asia.
Desde el 21 de julio hasta el 13 de agosto más de 60 de sus obras se exhiben en dos salas del Centro Boliviano Americano de Santa Cruz de la Sierra y hasta allí acuden personas de todas las edades para fotografiarse con sus superhéroes favoritos, personajes de videojuegos y de películas de ciencia ficción y fantasía.
Una tragedia cambió su vida
Más de tres décadas atrás eran escasos los medios de comunicación para informarse e incluso divertirse en ese cantón de selva húmeda montañosa. Los periódicos a Unutuluni llegaban con semanas de retraso y mucho más las películas. Pero eso no era un obstáculo para que, de pequeño, Ramiro buscara los anuncios de las películas, o las publicidades donde aparecían los superhéroes para copiarlos con los escasos recursos que tenía. Su apego por el dibujo y por las expresiones artísticas eran notables y en el colegio eran destacados. Sin embargo, solo se podía estudiar hasta el quinto básico y luego, si no se salía a otra población, el destino de casi todos los chicos era trabajar en la minería.
Para seguir estudios secundarios, un adolescente Ramiro ya trabajaba como carretillero y haciendo otros oficios de extracción aurífera. En las pausas laborales, que duraban dos horas, aprovechaba la pared llena de barro cerca de la mina para dejar volar su imaginación y esculpir figuras. En esos años pintó unos ángeles y otras figuras para el fondo de la gruta de una virgen y le pagaron unos pesos. Ahí se convenció de que no quería ser minero y soñaba con estudiar Arte o convertirse en arquitecto, pero la realidad carcome los sueños y lo primero que golpea es el estómago, y tuvo que seguir en el mismo oficio.
Sin embargo, una tragedia le cambiaría la vida a los 20 años. Ramiro se quemó la cara con el aceite de unas maquinarias y tuvo que ser trasladado de emergencia a la ciudad de La Paz. De esos días él habla poco y prefiere contar que una vez curado y, al haber demostrado sus habilidades en el dibujo y la pintura, le ofrecieron trabajar como ayudante de escenografía en un canal de TV.
“Sólo sabía pintar y dibujar, pero era creativo. Empecé ayudando a Marco Catunta, que me ayudó mucho y fui aprendiendo cómo se manejaban las formas, las luces, pero no dejaba de lado mi pasión, que era el dibujo y la pintura. Con el tiempo fui aprendiendo aerografía, murales e incluso incursioné en el tatuaje”, cuenta Ramiro, mientras muestra entre risas la decena de tatuajes que tiene en su cuerpo.
Agrega que la idea de realizar esculturas de personajes de ficción surgió como un pasatiempo. Su principal fuente de ingreso era realizar escenografías, incluso un par de ellas ganaron premios en la Expocruz. “Hice mis primeros trabajos, porque me encantaba ese mundo ‘Geek’, el de las películas, la música rock. Nadie me enseñó. Estudié hasta quinto básico, pero siempre me gustó aprender. Hubiera querido tener maestros de arte”, admite Ramiro.
Un encuentro inesperado
El artista paceño confiesa que es un gran admirador de la obra del pintor potosino Ricardo Pérez Alcalá, que falleció en 2013 y al que, por cosas del destino, llegó a conocer pocas horas antes de su muerte, tiempo suficiente para que le diera algunos consejos.
“Una temporada no me había ido bien y un amigo me dio trabajo realizando instalaciones de gas a domicilio. Me tocó realizar el trabajo en una casa de Irpavi, cuando llego era la casa de Ricardo Pérez Alcalá. Me quería morir. Era mi ídolo. Ese día trabajamos y por la tarde me fui a su estudio porque él estaba allí y conversé un cacho con él. ¡Qué persona más amable que era! Me dio unos tips que los tengo hasta ahora guardadísimos. Al día siguiente teníamos que seguir con el trabajo, llegamos temprano por la mañana, incluso había llevado mi cámara para sacarme fotos con él, pero ya no pude, porque había fallecido”, relata Ramiro.
Lo que empezó como un pasatiempo para el artista, se ha convertido en su principal trabajo. Son más de un centenar las réplicas en metal y fibra de vidrio que ha realizado no solo de personajes de ficción, sino también de cristos para iglesias, personajes históricos para plazas públicas e incluso le encargan bustos de personas fallecidas. “Pese a que hay gente que me ha dicho que me prostituyo recreando esos personajes de ficción, que no soy artista, hay gente que me apoya, porque saben los riesgos que implica trabajar con los materiales que uso, pero lo que más me pone feliz es la sorpresa de la gente al ver las esculturas y las reacciones que provoca en ellos”, afirma Ramiro, que sigue creando y sueña con algún día realizar la dirección de arte de una película.
Vía: EL DEBER