Moisés Rivera ríe apoyado en una mesa del local Valluna, un depósito de autos asentado al pie del río Rocha, en la zona noreste de Cochabamba, que ha sido reconvertido en una quinta donde tocan grupos tropicales, folclóricos y hasta roqueros, mientras el público se entrega a la ingesta irrestricta de trago y de comida criolla. La luz natural de este domingo algo nublado de inicios de febrero comienza a esfumarse y aún no ha empezado la música en vivo, pese a que los organizadores habían prometido una tradicional tarde valluna. El histórico baterista y fundador de Los Ovnis de Huanuni, una formación esencial del rock boliviano de los 70, comparte mesa con los otros tres integrantes de la banda: Ramiro Jarandilla (guitarra), Waldo Tejerina (bajo) y Pedro Ramos (tecladista). Salvo el guitarrista, que frisa los 40, los otros tres músicos aparentan edades similares: más de 60, menos de 70. Don Moisés, que cumplió 68 en 2022, podría ser cualquiera de los tres. Es más, podría ser cualquiera de los hombres que beben y comen en varias otras mesas del boliche, entre ellos un minero que se pasea orgulloso luciendo su guardatojo con la palabra Huanuni escrita en uno de sus costados. Las mesas desplegadas al frente del escenario, que da a la final de la avenida América Este, están pobladas por sesentones y sesentonas, algunos muy elegantes, otros más informales, que esperan pacientemente el anunciado aterrizaje de un grupo con el que casi 50 años atrás se habían reconocido “mineros” y “gente pobre”. No podían faltar a la resurrección de Los Ovnis de Huanuni, que volverían a tocar cuatro décadas después de su desaparición en alguna “senda oscura” de los 80. Iban a desmentir esa premonición que tantas veces les habían cantado: “Sé que no vendrás”.
Si algo distingue a don Moisés de sus compañeros de banda y del resto de sus contemporáneos en el local es su chompa. Una chompa negra, seguramente tejida a mano, que en su pecho lleva en blanco el diseño de su tercer EP (1976): un platillo volador formado con las palabras “Los Ovnis” y a su alrededor una estela irregular y algo monstruosa que exhibe, a manera de satélites, los rostros de los hermanos Absalón (guitarra), Noemí (bajo) y Sara Zabala (teclados) y de Moisés Rivera, los cuatro históricos extraterrestres que grabaron las canciones más populares del grupo entre 1974 y 1976. Nadie más que él podría llevar esa prenda, probablemente única, que lo identifica como miembro original de Los Ovnis de Huanuni. Investido de ella se sienta detrás de la batería y hace frente al frío altiplánico de Oruro, la ciudad donde vive su jubilación minera y su renacer musical.
La chompa-ovni se aprecia a plenitud una vez que el baterista se levanta para recibir a sus seguidores, entre conocidos y desconocidos, a lado de quienes, llegado el momento de la foto de rigor, alza el brazo para modelar con una mano el maloik (la señal cornuta que distingue a los roqueros) que, en este preciso instante, lo hace más venerable que el propio James Dio. Va a tener aún un par de horas para recibir el tributo de la gente, mientras el escenario sea calentado por las bandas “teloneras” invitadas para la ocasión.
A don Moisés no le molesta la espera. Cochabamba es una ciudad donde se siente a gusto y tiene familia y amigos. Ocupa un lugar central en la historia de Los Ovnis de Huanuni y en su historia personal. Aquí, él y sus compañeros de grupo se escondieron de los militares, a principios de los 70. Aquí empezaron a labrar su carrera fuera del centro minero en el que habían nacido musicalmente. Aquí grabaron su primer EP, en los estudios Lauro, en 1974. Aquí, ya disuelta la banda, vivió unos años en los 80, tras la relocalización de los mineros. Aquí probó suerte como taxista, llegando a conocer los confines de una urbe en franca expansión. Aquí le diagnosticaron una artritis reumatoide que se le hizo más tolerable en Oruro, adonde acabó marchándose para trabajar, durante los 90, como chofer de buses públicos y técnico de una ONG, antes de volver a su pueblo natal para trabajar en la “refundada” Empresa Minera Huanuni, durante la primera década del nuevo siglo.
No lo dice él, pero en la trayectoria vital de don Moisés está cifrada gran parte de la historia boliviana del último medio siglo: de la resistencia a las dictaduras en los años 70, en los que la condición obrera era reivindicada sorteando la represión militar, a las primeras décadas de los 2000, en que los altos precios internacionales de los minerales colocaron en un nuevo sitial de privilegio a los trabajadores del subsuelo, pasando por los años 80 de declive y de exilio interior y los 90 en que la sobrevivencia al neoliberalismo pasaba por el “oenegismo”. De todas esas estaciones habla sin tapujos el baterista, ahora que, ya jubilado de la minería, puede hacer con su vida lo que le venga en gana. “Lo que quiero es seguir haciendo música”, dice. “Sé que voy a triunfar de nuevo”.
Sus palabras no guardan rencor alguno con su experiencia minera. Al contrario, a ella le debe el haber comprobado en carne propia eso que los Zabala y él transformaron en un himno a los trabajadores de la mina en 1974: “Minero”, su canción más popular, una pieza imprescindible del cancionero musical boliviano. “Casi toda mi vida ha sido la mina”, confiesa este huanuneño, hijo de un minero punateño. El trabajo en los socavones de Huanuni le permitió hacer una familia junto a su esposa, maestra normalista, con la que tuvo cuatro hijos. Fue ayudante perforista, perforista, maquinista e inspector de seguridad, esta última la labor en la que se sintió más realizado. Lo que aprendió en esos años le sirvió más adelante para conseguir trabajo en una ONG que brindaba apoyo técnico y económico a proyectos mineros en Oruro. Y ese currículum fue el que le allanó el camino para reacomodarse en la Empresa Minera Huanuni, relanzada tras volver a manos de la Comibol, en 2006. Ahí trabajó hasta jubilarse en 2015, cuando se decidió a recomponer Los Ovnis de Huanuni. Si la estatal minera había renacido en el nuevo milenio, cómo no iba a poder hacer lo propio con su grupo de rock.
Fue al amparo de sus compañeros de trabajo en Huanuni que se atrevió a buscar a los miembros originales de la formación setentera, con excepción de Absalón, quien ya había muerto. Solo pudo conseguir que se le uniera en un concierto Rosario Rivera, cantante y radialista que participó en su cuarto EP. Las hermanas Zabala estaban lejos, de Huanuni y de la música. El entusiasmo de los mineros con los que trabajaba, quienes sabían de su pasado roquero, lo animó a rearmar el grupo con otros integrantes. De a poco consolidó el cuarteto con el que a finales de 2022 comenzó a girar por escenarios de El Alto, Potosí, La Paz y Sucre. El cuarteto que, pasadas las 20.30, acaba de posarse sobre el escenario de la Valluna para abducir a su séquito cochabambino.
Los compases bluseros de una canción ignota, difícil de asociar inmediatamente a su repertorio más popular, encaminan los primeros minutos de Los Ovnis en la tarima del boliche. Su público más longevo se despereza, se levanta y dirige sus celulares hacia los músicos, aunque sin abandonar sus mesas. El más joven se agolpa abajo y a los costados del escenario, a pocos centímetros de donde están tocando. Más de uno se estará preguntando si los cuatro de arriba son efectivamente los extraterrestres que extrajeron sonidos psicodélicos de las vetas mineras en los 70. Antes de que les dé tiempo para desconfiar, Jarandilla comienza a rasguear su guitarra eléctrica a la manera de un charango y, con el puño izquierdo en alto, arenga: “Todos vamos a saltar”. Detrás de él, sin dejar de marcar con los toms las corcheas y semicorcheas de un baile en ciernes, Rivera se acerca al micrófono para lanzar unos alaridos y un “Eeeeesa” que debieran desembocar en un huayño, pero no. El silencio que sigue al estallido de los platillos transforma el potencial huayño en “Minero”: el riff de la guitarra subiendo y bajando como una perforadora ansiosa de estaño.
El fervor del auditorio se destapa una vez que don Moisés dispara: “Por la senda oscura vas, sin saber lo que hallarás…”. Y al llegar el estribillo, ya no es su voz la que se escucha, sino el rugido colectivo que le reconoce: “Minero eres tú, pulmón de metal…”. Nadie parece extrañar la percusión menor de la versión original, grabada en el segundo EP del grupo. Tampoco desafina la estridencia metalera de la guitarra de Jarandilla, más salvaje que la interpretación de Absalón. El instrumento más fiel con la grabación de 1974 es el teclado de Ramos, que recupera la melodía danzante pergeñada por Sara como obertura del tema.
El hit de Los Ovnis deja encendido al público, al que el guitarrista saluda desde el modesto escenario, atravesado por luces de reflectores y un fondo de foquitos estrellados que parpadean a las espaldas del baterista. De no ser tan festivos bien podrían funcionar como una réplica de los rayos que expulsan las linternas mineras adentro de un socavón. Acaso seducido por su brillo intermitente, el hombre con el guardatojo de Huanuni sube a la tarima y deja al pie de un amplificador un retrato que podría ser suyo o de algún otro distinguido minero.
Con la euforia aún resoplando, el guitarrista empieza a cantar a capella el estribillo de la canción que sigue a “Minero” en su segundo EP: “Ahora o nunca”. No es una tarea fácil. No deben ser pocos los que, en lugar de escuchar todo el álbum de corrido, volvían una y otra vez al himno que lo abre para escucharlo en bucle. Jarandilla le pide al público que repita con él: “Ahora o nunca sube a mi platillo, no creas que soy un mimado, mi amor es como el infinito, ven y subí, convéncete”. La letra es una invitación a la nave voladora de Los Ovnis, que no ofrece viajes intergalácticos, sino apenas una exploración a través del universo de los afectos. La música evoca a un rockabilly que, con temple marcial, es jalonado por la voz del guitarrista y redoblado por los coros del baterista.
Para seguir el concierto, el grupo se aferra a su segundo EP, pero dando un salto al cuarto tema: “Compréndeme”, una balada que revela el costado más romántico de los huanuneños, en el que no pocas veces reincidieron en sus discos de 1974 y 1976. Rivera vuelve a tomar la voz principal, sin moverse de la batería y “encorsetado” por unos tirantes de pantalón. Visiblemente emocionado, el guitarrista no escatima fuerzas en los coros y, al llegar a los solos, bordea el extravío. Su melena, la solera negra y las cadenas sobre el jean lo confirman como el “extraño del pelo largo” de la banda: el más joven y el más metalero de los cuatro. Y, no menos importante, el más fanático de todos de Los Ovnis. El fan que cumplió su sueño: tocar junto a sus ídolos.
Poseído por ese fanatismo, Jarandilla anuncia: “Vamos a cantar esta canción que todos conocemos… ‘Sé que no vendrás”. La gente responde con una ovación. El cover del grupo chileno Los Cristales, transformado por Los Ovnis en una pieza de bossa rock, pone a bailar al auditorio entero. Bailan solos, bailan en parejas, bailan mujeres maduras con sacos refulgentes, bailan hombres que apenas se sostienen de tanto singani, bailan chicas metaleras curtidas en la rabia, bailan hinchas de Wilster aliviados por el empate de visita ante Blooming…
Don Moisés ya no suelta el micrófono. A “Sé que no vendrás” sigue “La ilusión de hace canción”, la única de su segundo EP que no habían tocado hasta ahora. Es un tema típicamente “nuevaolero”, deudor del rock and roll que se hacía en Bolivia y otros países de la región en los primeros años 60. De ahí que la inocencia de su ritmo y letra contraste radicalmente con el despliegue heavy metal con que Jarandilla improvisa sus solos. A ratos suena como si Yngwie Malmsteen se hubiera propuesto regrabar las partes de George Harrison en “A hard day’s night”. La analogía no apunta al ridículo ni mucho menos; ilustra, más bien, el espíritu que ha acompañado la resurrección de Los Ovnis de Huanuni, una banda que ha sido adoptada, cuando no reapropiada, por cierta tradición metalera boliviana. Así lo evidencian los nocturnos pelilargos que “moshean” abajo del escenario. Y no los contradice Rivera, quien, en el cierre de la canción, se anima a un falsete digno de Ian Gillan. Una intervención que resitúa a los de Huanuni en el lugar en que más cómodos se sienten: el hard rock que está a medio camino entre el rock and roll y el heavy metal.
Ese sonido está contenido en una composición como “Ya no escucho tu voz”, la primera de su tercer EP (1976) y, a la sazón, la que sigue en el concierto. Aunque menos popular que “Minero” o “Gente pobre”, es una canción que merece un lugar en el podio de las mejores escritas por Los Ovnis de Huanuni. En la estela sónica de El Inca de Wara, “Ya no escucho tu voz” funciona como un perfecto muestrario de las virtudes de los músicos originales, con Sara haciéndole llorar un huayño a su órgano Farfisa y Absalón extremando las posibilidades en la guitarra y la voz. “Encendimos el folk rock”, recuerda don Moisés desde el escenario, en un intento por darle nombre a la síntesis de melodías vernáculas y atmósferas psicodélicas que consuma la canción. Ante la excelencia de su versión original, la que interpretan los nuevos Ovnis esta noche suena muy desprolija. Rivera pierde fuelle en la voz, Jarandilla no alcanza los agudos de Absalón y el teclado de Ramos sucumbe a los arrebatos roncos de la guitarra eléctrica. Es una constatación triste, como la que predica la canción (“Escucha mi canto triste, mezcla de miel y hiel…”), del paso del tiempo y de las pérdidas que ha dejado en su camino.
El fallido viaje a la psicodelia andina se resuelve con una vuelta al origen. El guitarrista ensaya nuevamente a capella para introducir una canción que no figura entre las más populares de Los Ovnis y que presenta como “Un día solo y triste”. Un título que, empero, no aparece como tal en el primer EP de la banda, grabado en los estudios Lauro de Cochabamba en 1974. “Nunca la olvidaré” es el nombre que lleva en las recopilaciones disponibles en YouTube. La confusión es un indicador de los caprichos de la memoria, que, no habiendo podido conservar el título original de la composición, acabaron rebautizándola para la segunda vida de los de Huanuni. Como fuere, Jarandilla enfila el acelerado rock and roll con la guitarra como un motor áspero, distante del juvenil punteo de Absalón. La voz de don Moisés toma también distancia de la que grabó Roberto Montero, el primer vocalista del grupo. Una vez más, el sonido que estabiliza el tema es el teclado de Ramos, que impone su melodía limpia a los arranques de Rivera, quien quiere cantar todo, incluso las partes estrictamente instrumentales. Quién podría juzgarlo. Su ansiedad es la del hombre que aguardó por casi 40 años la resurrección de su más duradero proyecto vital. Su desesperación es la del minero que, adentro y afuera de la mina, fue escarbando en el tiempo hasta redescubrirse arriba de un escenario.
La confusión sobre la identidad de las primeras grabaciones de Los Ovnis se prolonga hasta la siguiente canción, que Jarandilla presenta como “Penas tengo yo”, pese a que en las copias digitalizadas en YouTube figura como “Lo que queda de ti”. Es la cuarta y última pieza del disco registrado en Cochabamba: una balada con la que el guitarrista se anima a brindar “de todo corazón y sentimiento” por “estar ocupando musicalmente la guitarra de ese gran músico que todos conocemos, llamado Absalón Zabala”. La emoción por el homenaje se expresa en que tanto Jarandilla como Rivera empiezan a cantarla. Solo unos segundos después, el baterista cede el protagonismo a su más joven compañero, quien se revela genuinamente compenetrado con los acordes creados por el desaparecido Zabala. No es una disputa por la propiedad del legado de los de Huanuni, sino, más bien, el encuentro tosco entre la historia y el presente de la banda: el fundador que la ha mantenido con vida y el renovador que quiere hacerla vivir para siempre.
La fuerza de la tradición vuelve a imponerse con un guiño a las influencias argentinas de Los Ovnis. Su versión de “Canción para mi muerte” es una “innecesaria” concesión a las trasnochadas guitarreadas en las que, como escribió el crítico musical Javier Rodríguez, Sui Generis acabó revelándose como una “imitación cursi de lo que poco antes habían hecho Los Gatos”. Lo “peor” del cover ovni es que dura casi el doble que el original y obliga al público a repetir tantas veces “… y prepararás la cama para dos”, como para que la sentencia acabe perdiendo todo el sentido y encanto que alguna vez tuvo, si lo tuvo.
Por fortuna, lo que viene acabará reencaminando el concierto hacia una más que digna recta final. Jarandilla vuelve a la capella previa para comprobar que el público se acuerde del estribillo y caliente la garganta: “Gente pobre, gente pobre, gente pobre como yo”. El teclado da las notas exactas y la batería el ritmo para no extraviarse a lo largo de los más de cinco minutos de la canción, una duración que ya estaba en el EP de 1976 que abre. Dos golpes de baqueta y arranca un periplo místico digno de domingo, melódicamente andino, líricamente cristiano, con Rivera elevando la altura y la intensidad del falsete hasta donde se lo permita el pecho. Bien ha descrito Javier Rodríguez a “Gente pobre” como uno de “los mejores viajes psicodélicos del rock latinoamericano”, que bebe tanto del Deep Purple de “Child in Time” como del “Jesucristo” de Roberto Carlos, con una dosis “santanesca” en la guitarra de Zabala. La versión en vivo conserva ese “groove”, aunque la ausencia de coros femeninos y de percusión menor le confiere un sello más “hard” que “latin” rock. La deuda con el himno cristiano del brasileño es palmaria y, mientras su coro se abre paso entre los cánticos de los feligreses vallunos, también revela un probable parentesco con “Jesucristo Superstar” (de Lloyd Weber y Rice), sobre todo con canciones como “Heaven on their minds” o “What’s the buzz”. Después de todo, todas son composiciones de los mismos años, los primeros 70, cuando el hipismo se reconocía en el rebelde e incomprendido rey de los judíos. En todas ellas hay, además, un regusto “gospel”, que las hace susceptibles de ser cantadas y aplaudidas como en una ceremonia de adoración evangélica. El valor distintivo de “Gente pobre” es que encarna una variante del tan cacareado sincretismo religioso: el puritanismo de la letra es felizmente profanado por el demonio andino de su ritmo. De ahí que incluso su panfletario estribillo se preste a alguna ambigüedad espiritual: ¿dice “gente pobre como yo” o “gente pobre como Dios” o ambos?
El éxtasis consumado por “Gente pobre”, tras un solo de batería de don Moisés, es uno de los puntos más altos de la presentación, si acaso, su clímax. Lo que venga no va a poder alcanzar el pico de misticismo endiablado con el que el tío de la mina ha hecho levitar a la congregación de los alienígenas de Huanuni. Tampoco tiene por qué hacerlo. Así lo entienden los cuatro músicos, que, en un gesto de lealtad con sus contemporáneos y con ellos mismos, se/les regalan dos temas popularizados por Los Signos: “Su canción no podré olvidar” y “Volver otra vez”. El primero pertenece al grupo chileno Imagen y el segundo es una versión castellanizada de “Don’t let me be misunderstood”, de The Animals, pero en la Bolivia de los 70 se hicieron célebres en las versiones del grupo paceño de rock, tanto así que no es raro aún escucharlas en los programas radiales “del ayer”. Su interpretación funciona, también, como una bienvenida concesión a su público “del ayer” que, ahora mismo, en este presente nocturno cochabambino, sigue firme. Aun tambaleándose por las copas encima, bailando para nadie más que para la memoria de su cuerpo, grabando con el celular la nada, prometiendo a voz en cuello no olvidar “mientras viva”, confiando al borde del llanto en que el tiempo hará que “vuelva a su lado otra vez”.
No hay nada más que pedir. O casi. Mientras los asistentes recuperan el aliento, no pocos con el auxilio de vino, ron y otras sustancias espirituosas, la guitarra de Jarandilla y los alaridos de Rivera vuelven a llamar al huayño. Ha llegado la hora de que el minero, salido de las penumbras para vivificarse por unas horas en el lado luminoso de la mina, vuelva sus pasos por la “senda oscura” sin saber lo que hallará. No será la última vez que lo haga. Los Ovnis traerán de vuelta al “Minero” y se lo llevarán a las tinieblas siquiera una vez más, aun cuando la bocamina comience a vaciarse y afuera vaya instalándose una feria del contrabando. Los gritos de “minero eres tú” se seguirán escuchando incluso a la distancia. Solo a la medianoche, los cuatro ovnis levantarán vuelo y se marcharán hacia la Terminal de Buses para volver a Oruro, donde el teclista y el bajista viven y trabajan. El guitarrista seguirá camino hasta La Paz, donde es profesor. El baterista, jubilado y exultante como está, se tomará unos días en Cochabamba, la ciudad en la que vivió el “exilio” militar y la relocalización minera. Se dará tiempo para reencontrarse con las calles que conoció siendo taxista y conceder algunas entrevistas a admiradores de ayer y hoy. Se irá apremiado por nuevos compromisos de conciertos en otros lugares: Potosí, Santa Cruz y hasta Calama. Y al partir dejará una promesa: la grabación de un DVD con unas seis canciones que irán acompañadas de imágenes de Huanuni, su tierra, el centro minero donde empezó todo y donde probablemente terminará, pero aún no. La segunda noche de Los Ovnis acaba de empezar.
(Este texto le debe mucho a la grabación de video que hizo Ernesto Guevara Quiroz y difundió a través del canal de YouTube “Púrpura en Línea”, que recupera gran parte del concierto que ofrecieron Los Ovnis de Huanuni, en el local Valluna, el 5 de febrero de este 2023: la noche de su vuelta triunfal a Cochabamba.)
Vía: Opinión