En el bello y encantador valle de Tarija, en un tiempo muy lejano, vivía un indio Tomatita, a quien sus padres habían educado en la escuela de la naturaleza, inculcándole amor a cuanto le rodeaba, plantas, animales y a la tierra donde había nacido, de igual modo, respeto a sus semejantes.
En este medio agreste y paradisíaco creció el apuesto y gallardo Teneke, sin conocer el mal ni el odio; la venganza ni la guerra.
Cierto día, Teneke paseaba por las riberas del río Guadalquivir, de pronto, como aparecida de la nada, surgió ante sus ojos una bella y encantadora muchacha con la que inmediatamente hizo amistad; fue un encuentro casual, predestinado a perdurar, encuentro en la que el espíritu es el principal protagonista. A partir de entonces, aquellos encuentros se hicieron cada vez más frecuentes, la cita era en el río Guadalquivir, se acostumbraron verse todos los días, eran el uno para el otro, tanto que no verse un solo día les causaba pena e impaciencia. Como no podía ser de otra manera, la compañía y los encuentros, desbordaron en un apasionado amor que los unió en cuerpo y alma, pasión que les exigía verse al menos un instante cada día. Teneke lo sospechaba, pero jamás conversaron sobre el tema, Marisol era hija de un rico terrateniente español, recientemente asentado en la región; esclavista y explotador, evitaba a todo trance que sus hijos tomaran contacto con la plebe, jamás les dejaba salir, a no ser en su expresa compañía. Por ello, Teneke ignoraba todo lo referido al origen de la hermosa Marisol de la Torre y Velasco. En honor a sus sentimientos, rehusó confesarle su procedencia y, más aún, le había prohibido seguirla o cualquier intento por visitarla. Teneke supo respetar su compromiso; jamás intentó contrariar a su bien amada Marisol.
Las ilusiones y los sueños del infortunado Teneke; se tornaron en desesperación y tristeza, ignorando totalmente la causa por la que su amada había desaparecido. Ajeno a la realidad, esperaba a Marisol en el acostumbrado lugar de sus citas de amor. Infructuosamente recorría el río, una y otra vez. La buscó sin éxito; cada tarde la esperaba con renovadas esperanzas. Así pasaron los días y los años, hasta que ocurrió lo inevitable, el joven enamorado cayó enfermo por el mal incurable de la tristeza, era la tristeza de la ausencia. Era frecuente encontrarlo silencioso a orillas del río Guadalquivir, meditando, especulando sobre su existencia vacía y enferma.
El señor de La Torre y Velasco, no había tomado ninguna medida en contra de Teneke, se reconfortaba con informarse de los padecimientos, sufrimientos y de la vana espera del inocente nativo.
Marisol, por su parte, tampoco había olvidado ese amor imposible, la distancia acrecentó su desdicha, sufría, cada lágrima suya era parte de su alma. Por eso al retornar de España, su mal de amores no se había curado como su padre hubiera deseado. Una tarde, pretextando dar un paseo, salió con una de sus criadas, llegó hasta las riberas del río, lugar donde sabía celebrar a escondidas sus citas de amor. Era tanto su dolor, que su enamorado corazón se negaba a aceptar tantos años perdido desde aquella amarga y cruel separación, ausencia que le había afectado las fibras más íntimas de su ser. Teneke fue el primer hombre que amó obsesivamente; Marisol deseaba mantener vivo ese recuerdo todos los minutos de su vida, pero grande fue su sorpresa al llegar al lugar donde otrora fuera la cuna de sus ensueños, asombrada pudo ver que allí, terminaba de realizarse un entierro. En ese momento, repuesta de su asombro, nerviosa y con gran inquietud, preguntó qué había sucedido allí; uno de los indios tomatitas le dijo:
— Como verá usted, se trata de uno de los nuestros, fue muy bueno, últimamente tuvo pocos amigos, era apreciado por sus virtudes… ¿desea usted saber algo más?— Sí, por favor – dijo Marisol un tanto nerviosa. Él ha estado enfermo, no sabemos de qué, lo siento, es que siempre venía a este lugar, lo hizo durante varios años, aún en sus últimos días de vida. Todos pensábamos que esperaba a alguien muy importante para él. Su deseo fue que se lo enterrase aquí.— Y… y… ¿Cómo se llamaba?— Se llamaba Teneke, pero nosotros le decíamos Molle…— Gracias… gracias…— Señorita…, señorita ¿Le sucede algo? La noticia había sido demasiado fuerte para ella, tan fuerte fue el impacto, que la bella muchacha no pudo resistir, perdió el conocimiento. En su casa no quiso comentar con nadie lo sucedido; algunos días después fue a la tumba de Teneke en silencio, depositó unas lágrimas de dolor, impregnadas del más grande y puro amor.— Teneke, Teneke amor mío, perdóname por el dolor que te he causado, pero bien sabe Dios que no fue mi intención, he sufrido tanto como tú. Mis oraciones estarán en mis labios a cada instante, como deseo que estés tú. Vendré todos los días, te contaré mis pesares, mis ocurrencias, bien sé que nuestras almas serán felices conversando en silencio.Marisol estuvo cada tarde dejando flores y un rosario de lágrimas. Sin embargo, sorpresivamente pidió a su padre retornar a España, petición que le fue concedida. Antes, sería testigo de un hecho trascendental para la floresta de esta parte de América del Sur. Atraída por la curiosidad y conocedora de los comentarios de la plebe sobre la supuesta aparición de una extraña planta a orillas del río, se trasladó al lugar, quizá para despedirse de un pasado romántico. La criada le enseñó la atractiva planta que había nacido o aparecido en la cabecera del promontorio de la tumba de Teneke; árbol frondoso y de admirable vitalidad.En los días que siguieron, Marisol estuvo pendiente de esa extraña planta, a la que los nativos llamaban Molle, y más aún, propagaban sus semillas; habían descubierto que su germinación era rápida y sin mayores exigencias. Atribuyéndole poderes mágicos y curativos, según ellos, era la reencarnación del hombre de la aldea.Esta extraordinaria historia había llegado a los oídos del padre de la muchacha, el señor de la Torre y Velasco, inmediatamente mandó a su gente que corten todo árbol de molle y se arranquen los arbolitos pequeños que se encuentren en la hacienda, instruyendo además, que nadie comente sobre ese particular. La orden era obedecida a medias, por ello, el señor de la Torre y Velasco hizo correr un estribillo entre la plebe, el mismo que decía:”Quién plante un árbol de molleno tendrá paz en sus días y será presa de la mueteal cumplirse un año de su osadía”.Y lo hizo conocer en cuanto lugar pudo, con la intención de impresionar a los indios Tomatitas, sin embargo, el Molle se propagaba rápidamente en forma natural, con tanta energía, como tratando de vencer a la maldad e injusticia.Marisol, por su parte, confundida y desesperada, tomó semillas de molle y partió a España, dejando a su paso y a lo largo de su recorrido la prodigiosa semilla, la que con el tiempo iría poblando las tierras del nuevo mundo.A pesar de todo, el autóctono y las generaciones que le siguieron, recibieron el impacto de la superstición, fueron impresionadas por aquel estribillo, y temeroso por naturaleza por lo desconocido, dejó de sembrar y plantar molle. Tal es así que hasta el día de hoy el campesino del Valle tarijeño es reacio de plantarlas. Según arraigo popular, se asegura que la muerte es inminente al cabo de un año.
Vía: El Páis