martes, noviembre 26
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El preste y el chicharrón son dos historias que nacen juntas en La Paz

Cuando llegaba a su fin el siglo XVI, la construcción de los templos se extendió por toda la ciudad de La Paz. Los claustros y conventos se levantaron gracias a una sociedad devota y hasta fanática que pedía permiso a los obispos para levantar —ya sean grandes o pequeñas— construcciones dedicadas al Señor. Esta tradición trajo consigo una gran variedad de santos patronos que dieron vida al tradicional preste y al chicharrón.

Como consecuencia de ese exagerado “misticismo” se multiplicaron las procesiones, novenas y fiestas, incluso hasta historias de almas, aparecidos, carros de fuego, milagros y condenados. Cada barrio y cada profesión u oficio tenía sus propios patronos. Por ejemplo, los abogados se encomendaban a San Agustín; los ciegos a Santa Lucía; los zapateros a San Crispín; los joyeros y herreros a San Eloy; y la lista seguía casi sin estar completa nunca.

Por devoción, los fieles organizaban misas, fiestas y procesiones. No había mes que en la ciudad de La Paz no se celebrara a un santo y esta tradición continúa hasta nuestros días. San Francisco era patrono de la cofradía del mismo nombre, también lo era de las agrupaciones de comerciantes y de los “mañazos”, quienes eran los carniceros con gran poder económico en esa época.

Como no existían refrigeradores, no se faenaba en cantidad, la carne se compraba a diario y era imprescindible tener un compadre o un ahijado “mañazo” para adquirir buenas piezas o cortes especiales. El precio jamás bajaba, nunca rebajaban aún se tratara de la “macanuda” chola de barrio, la comadre o el cura.

El vizcaíno (español) don Juan de Visniegra Velazategui, conde de Olmos, fue corregidor de La Paz por Provisión Real del 27 de febrero de 1698. Al dejar sus funciones se casó y quedó como un paceño.

Al ser una persona de prestigio, fue invitado a presidir la fiesta de San Francisco como su “alférez”, un honor que aceptó con mucho orgullo. Este título, por lo general, sólo lo entregaban a españoles o criollos.

Pero el “hombre propone y Dios dispone”. Su consorte, doña Paquita, tras una larga enfermedad dejó de existir cuando faltaban pocos días para la fiesta. Esta tragedia consternó al conde y guardó estricto luto que, como mandaba la usanza de la época, debía prolongarse por tres años.

El duelo fue interrumpido por unos instantes con la visita del guardián de San Francisco. Este solemne personaje le preguntó cómo iban los preparativos para la fiesta del santo. El conde volvió a la realidad y se dio cuenta de que no preparó nada para el evento y se sumió en profunda angustia pues “había descuidado al Santo”.

Su compadre Manuel Chuquimia lo visitó para presentarle sus condolencias, y al verlo tan nervioso y preocupado le preguntó el motivo. El conde le contó de la visita del guardián y del problema de cumplir con el Santo faltando tan poco tiempo.

Manuel era un hombre ducho y bonachón “mestizo ladino”, quien al ver al conde compadre en un callejón sin salida, creyó que ésa era su oportunidad para ganar dinero.

“No se preocupe, compadre, yo se lo soluciono todo. Para la comida, mi Maruja es una experta y rogaré a sus hermanas para cocinar en grande. Vuestra servidumbre podrá atender a los invitados”, dijo Manuel. Luego comenzó a pensar en las invitaciones, la orquesta y la necesidad de contratar a un buen “fuegocero”, es decir, al artesano quien prepare los fuegos artificiales todo para el tata San Francisco. El compadre se comprometió a cumplir con todos los detalles de la fiesta como comprar las provisiones para la comida, el trago y otros detalles; sin embargo, por su ayuda dijo que no cobraría nada.

El conde, al ver que tenía el apoyo inesperado, le agradeció y creyó que era un milagro. “Haga una lista de gastos que lo cubriré en su totalidad. Sólo le pido que firmemos un compromiso ante el escribano con una instrucción para que usted obre a mi nombre en este asunto”. El compadre aceptó.

Aprovechando la oportunidad, Manuel hizo sus propios planes y como “mañazo” tenía dinero, pero le faltaba para comprar una casa en Chocata. Sin perder tiempo compró el inmueble y se lo regaló a su hija como dote ante su próxima boda. Así dio sopapo a los futuros parientes que la querían achicar.

Mandó a hacer las invitaciones con el escudo, el nombre del conde y sin su consentimiento hizo agregar su nombre en algunas para entregar a sus amigos y compadres. Como ya había gastado el dinero del conde, se le ocurrió una “brillante idea” con la que nació el preste que hoy en día conocemos.

Primero se acogió a la tradición del ayni y empezó con los qamiris o ricos de la ciudad; siguieron los “mañaceros”; luego los “waka – kariris” y concluyó con los “khuchi-kariris”, quienes eran los matarifes con los que tenía relaciones comerciales.

Todos ellos consideraron que era un honor colaborar con el conde y asistir a la fiesta por lo que prestaron cuanto se les solicitó considerando que se les regresaría el favor cuando ellos necesitaran. Apoyaron con dinero, alimentos y ganado vacuno, porcino, gallinas y otros, aunque los más ricos entregaron lo demandado sin condición de que les sea devuelto como así establecía el ayni. Esto lo hicieron con objetivo de impresionar al conde.

Con todo el apoyo, Manuel abasteció todos los insumos para preparar las comidas, entregar las bebidas de las más finas. Consiguió la Banda del Destacamento cuyos músicos eran compañeros de su sobrino, todo a nombre del conde. Logró, además, convencer a sus parientes y amigos de dar hospedaje a los invitados que llegaban de las provincias.

El nuevo plato

Llegó el día de la fiesta y Manuel, con fama ajena, ganó su derecho a ser el don. Para esta ocasión mandó a confeccionar un terno, todo futré y vistoso con el que ingresó al templo ante la ausencia del conde con su documento en mano que lo acreditaba a entregar el guion ante la mirada atónita de la concurrencia que, en realidad, esperaba al conde.

La procesión fue liderada por don Manuel, quien llevaba ufano el guion y estaba acompañado de la banda militar. La ceremonia se hizo más solemne en compañía de los nobles invitados que, asombrados de ver al “mestizo” delante, no se retiraron por temor al Santo u ofender al conde, quien desconocía la jugada del ya don Manuel Chuquimia, ante las miradas de asombro y admiración de la gente.

Ese día, desde muy temprano, en el patio de la casa de don Manuel sonaban los batanes al unísono moliendo los ajíes colorados y amarillos. Maruja daba instrucciones en la cocina para ultimar los detalles del fricasé, un plato tan popular en esa época. Las ollas con maíz blanco hirvieron la noche entera, el chuño también estaba listo y los pedazos de cerdo cocían bien condimentados.

La Ramonita, una de las mujeres que apoyaban en la cocina, traía baldes de ají molido. Cuando estaba casi en la puerta de la cocina se pegó un resbalón en la pequeña grada y cayó al suelo de tierra junto con los baldes y su contenido. Todas las cocineras la auxiliaron y vieron que se rompió una pierna.

Mientras la auxiliaban y buscaban al médico, el agua de la comida que estaba hirviendo se evaporó. Cuando las mujeres regresaron a su tarea se encontraron con el horror una escena: los trozos de cerdo se estaban friendo en su propia grasa. “¡Miércoles!” Exclamó la Maruja, quien sólo atinó a decir: “El chancho se está quemando y el ají se derramó. Estamos fregadas, mi Manuel se va a morir y antes nos van a matar”.

Las soluciones de las cocineras salieron una por una: “Le echaremos más agua para que se arregle”, “Nos apuraremos con la sajta y cocinaremos más para que no falte”; “pero no hay tiempo”, aseguró una tercera. Simona, la hermana mayor, probó un bocado del “chancho quemado” y reconoció su buen sabor. “No me van a creer, está rico, creo que lo acabaremos de freír y lo servimos con arroz”.

Pero la guarnición no era una buena idea porque, como reconoció otra de las cocineras, necesitarían medio quintal para “tanta gente”. Además, no había tiempo ni ollas para tal preparación. Otra de ellas, mirando la olla, les preguntó: “¿y el mote?, ¿por qué no lo ponemos con la carne si hay tanto?”. La comadre Paulina, angustiada, preguntó por el chuño que tanto le costó preparar. Simona dio la solución más sencilla: que se sirvan los trozos de chancho con mote y chuño. “Hasta el cuerito se está tostando, lo que faltaría es una buena jallpa huayk’a con su quilquiña”, declaró.

Mientras tanto la procesión continuó después de la eucaristía. Fue muy solemne y con fuegos artificiales. Además, el platillo sorprendió a los invitados del pueblo. Don Manuel se lució con sus dos hijos, mientras que el conde guardaba luto sin saber lo que ocurría.

A la hora de comer se sirvieron abundantes bebidas importadas y autóctonas. Cuando llegó el plato principal, su aroma sedujo a todos los invitados quienes se sirvieron con deleite. Tanto don Manuel como su mujer ofrecieron un “repete”. Para asombro de todos, la propuesta fue aceptada.

Cuando un encopetado caballero preguntó el nombre del plato, don Manuel se atragantó. No sabía qué era. Entonces, el fraile guardián levantó la voz y exclamó: “Bravo por el alférez, este plato se parece al torrezno de mi tierra, donde también lo llaman chicharrón”.

Así nació el nombre de chicharrón a la paceña y la tradición de emplear la palabra de preste, porque se presta en lugar de alférez.

Historias culinarias

Trabajo El investigador paceño Carlos Gerl trabajó 10 años en la recopilación de una docena de platos paceños, cuya primera entrega es la del fricasé. Este trabajo ya se publicó en Página Siete y está disponible en nuestra edición digital.

Proceso Este trabajo se pudo realizar gracias a la colaboración de Genoveva Loza, una de las mejores tradicionalistas de La Paz. El objetivo, según el autor, es “recuperar y revalorizar las costumbres culinarias”.

Proyectos Las historias de los platos paceños serán recopiladas en un libro a cargo de Gerl. Luego se editarán cómics.

Vía: Página Siete

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